taller de narrativa

La literatura no es el lenguaje que se identifica consigo mismo hasta el punto de su incadescente manifestación, es el lenguaje alejándose lo más posible de sí mismo.

Michel Foucault.

La necesidad de contar, y oír contar, se inicia en ese momento mágico en que alguien no se da abasto con la percepción directa de la realidad que lo circunda, y vaga con su mente mas allá de los límites reales de su mundo, donde termina lo visible y comienza la incierta oscuridad llena de la inquietud por lo desconocido, de las sombras apenas dibujadas de la incertidumbre.
Y ese alguien que piensa imaginando, necesita representar en el lenguaje no sólo lo que imagina, también la propia realidad que lo circunda. A su vez, alguien escucha, e imagina la representación de las palabras que escucha.
El escritor imagina, y el lector también imagina. Existe una correspondencia de imágenes entre escritor y lector, aunque no una identidad, porque hay tantos escenarios y rostros como lectores
Hay que imaginar la imagen, esa es la más espléndida de las tareas del lector. Sólo la literatura es capaz de esa riqueza de diversidad, de repartir un rostro, una escena, un escenario para cada quien con prodigalidad.
La belleza que depara la lectura es siempre hipotética. De allí que muchas veces terminemos decepcionados con las películas basadas en obras literarias. Y los libros han sido siempre el más fiel instrumento de la imaginación, de los embustes.
Lo que empezó a representarse por medio de signos reproducía el lenguaje oral, y cuando se desarrolló la escritura, las palabras no tenían en los rollos de papiro o de pergamino separaciones entre ellas, y se siguieron escribiendo encadenadas en las páginas de los libros medievales, porque estaban destinadas a ser leídos en voz alta, un lector para un solo oyente, o para toda una audiencia.
Cuenta San Agustín que una vez encontró a San Ambrosio leyendo en silencio, concentrado, y fue algo que le llamó la atención, ver a alguien que leía para sí. Fue al desarrollarse la lectura individual, como acto solitario, cuando las palabras comenzaron a ser separadas en la escritura, y se crearon los signos ortográficos. La lectura pasó a ser entonces un acto privado, introspectivo, en lugar de un acto público, con sus seductoras excepciones, como la de los lectores de las fábricas de tabaco en Cuba, que aún leen novelas desde un pupitre a los obreros mientras trabajan.

Leer el día de hoy un libro a solas, como San Ambrosio, impone un acto de profunda concentración, ir sobre un texto del principio hasta el final. La única manera de quedarnos a vivir dentro del reino de la imaginación, es el que está en las páginas del libro.
Como escritor, y como lector, me planteo la lectura como un acto de gozo. No temo afirmar que el primer deber de un libro de ficción es saber distraer, y aún las lágrimas que se vierten al leer dolores y desventuras, como en las novelas de Dickens, son parte de ese mismo gozo, la otra cara de la moneda de la risa.
Lo digo porque al tratar de iniciar a alguien en la lectura, lo peor es anteponer entre el lector y el libro el aburrido propósito pedagógico. Un libro sólo es capaz de enseñar, si primero gusta. Si no gusta, sino encanta, sino hace reír, sino conmueve, sino entretiene, sino distrae, toda enseñanza, toda filosofía, cualquier moraleja, se volverá inútil, pues nadie llega a la última página de un libro aburrido; y cuando el lector abandona la lectura al apenas empezar, es como si ese libro nunca hubiera sido escrito para él, para ese lector.

El único vicio legítimo, el único que soy capaz de recomendar a los jóvenes, es el de leer, porque es la única droga cuyo hábito de consumo tiene un poder benéfico. Hay que crear adictos incurables de la lectura, porque sólo a través de la imaginación se gana el sentido de la aventura, del reto por lo desconocido, y se alcanzan mundos nuevos, se asciende a regiones ignoradas.

Y quien no aprende nunca a leer, quien no se vuelve desde temprano un vicioso de los libros, no sabe de lo que se pierde. Se expondrá a llevar una vida mutilada y a lo mejor, amarga, igual que la de los censores, lejos de los espejismos y los fragores de la imaginación.

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