La metamorfosis: diversas manifestaciones de lo ominoso. El fantástico, lo extraño, lo anormal, lo monstruoso. en la literatura

Grupo Taller MOTIVACIÓN LITERARIA


El taller indagó la tensión entre la figura de lo "normal" y lo "anormal". 


A partir del análisis de cuentos de autores como Leopoldo Lugones, Julio Cortázar, J.L. Borges, Flannery O’connor , F. Kafka, Ray Bradbury, João Guimarães Rosa, Teresa Andruetto, Eduardo Goligorsky entre otros, hicimos un recorrido por diversas manifestaciones de lo ominoso. El fantástico, lo extraño, lo anormal, lo monstruoso



En algún tomo de las Cartas edificantes y curiosas que aparecieron en París durante la primera mitad del siglo XVIII, el P. Zallinger, de la Compañía de Jesús, proyectó un examen de las ilusiones y errores del vulgo de Cantón; en el censo preliminar anotó que el Pez era un ser fugitivo y resplandeciente que nadie había tocado, pero que muchos pretendían haber visto en el fondo de los espejos. El P. Zallinger murió en 1736 y el trabajo iniciado por su pluma quedó inconcluso; ciento cincuenta años después Herbert Allen Giles tomó la tarea interrumpida. Según Giles, la creencia del Pez es parte de un mito más amplio, que se refiere a la época legendaria del Emperador Amarillo.

En aquel tiempo, el mundo de los espejos y el mundo de los hombres no estaban, como ahora, incomunicados. Eran, además, muy diversos; no coincidían ni los seres ni los colores ni las formas. Ambos reinos, el especular y el humano, vivían en paz, se entraba y salía por los espejos. Una noche, la gente del espejo invadió la tierra. Su fuerza era grande, pero al cabo de sangrientas batallas las artes mágicas del Emperador Amarillo prevalecieron. Éste rechazó a los invasores, los encarceló en los espejos y les impuso la tarea de repetir, como en una especie de sueño, todos los actos de los hombres. Los privó de su fuerza y de su figura y los redujo a meros reflejos serviles. Un día, sin embargo, sacudirán ese letargo mágico.
El primero que despertará será el Pez. En el fondo del espejo percibiremos una línea muy tenue y el color de esa línea será un color no parecido a ningún otro. Después irán despertando las otras formas. Gradualmente diferirán de nosotros, gradualmente no nos imitarán. Romperán las barreras de vidrio o de metal y esta vez no serán vencidas. Junto a las criaturas de los espejos combatirán las criaturas del agua.
En el Yunnan no se habla del Pez, sino del Tigre del Espejo. Otros entienden que antes de la invasión oiremos desde el fondo de los espejos el rumor de las armas.

J.J.Borges,Animales en los espejos de El libro de los seres imaginarios



 Mariana Castillo
Compartida


 Les refrescó el aliento bajo la lluvia del baño. Estaban exhaustos luego de una larga tarde, era verano.
 El vapor y los azulejos blancos del invierno pasado, se habían trastocado en la última mudanza en una ducha fría obligada, con paredes desnudas donde proliferaban hongos que ya no intentaba exterminar.
Cerró los ojos, contuvo la respiración, y llevó el rostro bajo la lluvia,
-Buen invento- se dijo mientras quitaba de sus mejillas la sal de las lágrimas. Sentía que basta, que cada vez era más seguido. Iba a morir en ese intento de mancomunión.
 La secuencia de horas atrás la había consumido. Salió del baño y se desarmó dos pasos antes de llegar a la habitación, total qué importa, nadie los vería allí, a oscuras, todos desperdigados y en paz al fin.
 Habían rebasado su límite, no estuvo nada bien que sucediera en el trabajo. Ahora espera el sueño cantándose, como los niños, aquella única canción que atesora, así huye a la vez de sentir la piel viscosa y la sensación de asfixia que le da estar lejos del agua. Busca el alivio de desintegrarse lejos de la vigilia de su conciencia, ser miles de fragmentos, es su consuelo.

 Despertó de golpe sin un rastro de cansancio, reconoció otra larga noche que empezaba por esquivar siluetas y no sabía en qué se derivaba. Los últimos días habían sido una maraña de luz y sombra entrelazada con límites imprecisos. De algún modo este estado la vulneraba. Se incorporó para servirse agua y luego se sentó sin ánimo en la cama para beberla, en ese momento la sacó de sus pensamientos la luz del teléfono móvil que estaba a su izquierda, sobre la mesita.
-¿Estás?- le preguntaban en un mal momento, pero ¿Por qué no? Podía intentarlo.
-Estoy- respondió. Era casi cierto y lo único importante. No podía ser tan difícil, sólo tenía que evitar el miedo.
 Prendió las luces, se acomodó como para espantar cualquier sospecha, practicó una sonrisa y volvió a registrar sus ganas para que aquel no fuera un esfuerzo infructuoso. Esto ayudaría a pasarla, total, no había nada más temible que ella misma en este mundo.

 -Llegué- anunció el teléfono.
 Lo dejó entrar. Le gustaba porque era un ventarrón, de suerte que nunca encontraba las costuras que la unificaban y aceptaba cualquier entrega sin detenerse a descifrar su procedencia.
 Se enlazaron, ayudados por el clima o sus  inconciencias, se olvidaron peligrosamente de las amarras. Él, ella lo sabía, no estaba enterado del océano en el que navegaba. Siempre se cuidó de mostrarle la orilla amable, por lo que no entendería el repentino antojo con que decidió darle soga al que ganaba sus ansias…Fue directo a la yugular, se dio cuenta que se le iba de las manos, el inocente se entusiasmó instándole su lado salvaje, ella intuyó que hoy nada era un juego y temió despedazarlo. Muy contra su voluntad tiró un balde de agua helada mintiendo un malestar insoportable. El orgullo se ocupó de llevárselo, y ella entendió que el remedio había sido peor que la enfermedad, cuando se fue su última carta y su pensamiento retornó a un sol aún lejano.
 Recurrió al sueño forzado, mantener los ojos cerrados a toda costa. Tal vez allí encontraría al que la hacía reír con sus movimientos torpes y sus orejas. Así la rodeó, la balanceó en su aspereza calmándola, mientras los ojos se le tornaban pesados.
  Cantó un pájaro, escuchó su nombre. Lo logré, pensó, una noche menos. Pero era verano y  el zorzal sólo anunciaba las tres y media de la mañana.
 Repasó todas las tareas posibles, ninguna de su agrado. Dio vueltas hasta enredarse en las sábanas, suspiró, cambió la cabecera, se enrolló sobre sí misma. Logró un desgaste y se aferró a él para deslizarse hasta la mañana.

 Cuando sonó el despertador que la llamaba a las obligaciones, se hubiera acomodado para olvidarse doce horas más. Si sigo así… se decía.
 Afuera estaba su único motor. Dobló la apuesta al vestirse con entusiasmo por salir al sol. Cuando abrió los postigos lo encontró escondido tras murallas de nubes. El día pesado anunciaba que el aire iba a estar racionado y caliente, de suerte si llovía.
 Caminaba intranquila hacia la parada del colectivo. Se ruborizaba sólo con recordar la noche anterior. No estoy bien, pensaba, mientras se rascaba el brazo izquierdo, tengo que poder ordenarlos.
 Tenés sangre, le dijo una niña señalándole el brazo cuando llegó a la garita. Efectivamente, tenía sangre, había manchado la remera y hasta el pantalón sin saber cómo.
 Se disculpó de forma automática, mientras pensaba en que no podía ir así a trabajar. Regresó para cambiarse.
 La embargó una sensación de soledad apenas entró a la casa, eso la ayudó a resolverlo rápidamente, pero no impidió que al volver, dos colectivos se le escaparan en sus narices. “Yo no voy a pagar un taxi, no seré la primera que llega tarde”. Quería llorar, quería patear la garita, y a todos los que le miraban el brazo enrojecido. ¡No se iba a poner manga larga con ese calor! Daba vueltas como un tigre enjaulado. El par de pequeños, que junto con sus madres también estaban a la espera, se apretujaban contra sus faldas cuando les pasaba cerca en una de sus rondas. La miraban con miedo porque a medida que pasaban los minutos su rostro estaba más desencajado.
 Se fue sumando nueva gente. Todos suspiraron cuando llegó el micro. La mitad ni sabía por qué se habían puesto tensos. Ella sí lo sabía, que cuando estaba así provocaba un temor poco reconocible.
 Esperó que ascendieran las familias y cuando le tocó, pidió su boleto. La máquina marcó un número negativo y soltó un sonido agudo, ella insistió.
- No te queda saldo en la tarjeta- le marcó el chófer con ganas de dejarla y de partir.
- ¡No puede ser!- gritó golpeando la máquina con sus manos- ¡Tengo que llegar, es tarde!- de pronto estaba desquiciada y con los pelos revueltos, el hilo de sangre que volvía a correr por su brazo, agravaba su aspecto.
- Tranquila niña- la calmó un señor a su espalda- yo pagaré tu boleto. Tenés lastimado el brazo.
Ella se refrenó. “No tengo que estar así puedo empeorar”.
El chofer de notorio mal humor la apuró a moverse.
- Da lugar por favor, que si no rompiste la máquina, el señor amablemente te va a pagar el boleto.
- Gracias- sólo le salió decir, y se cerró en sus pensamientos hasta que llegó a destino, mientras sentía las miradas curiosas que se posaban intermitentes entre su rostro y el pañuelo descartable con que se secaba la herida.
 Descendió y recorrió la cuadra que la separaba de la empresa a trote. El vigilante del puesto de seguridad la atendió detrás del portón cerrado.
- Por órdenes del gerente, a partir de hoy, no puedo dejar entrar a nadie después de y cuarto.
- Tuve un inconveniente- dijo echándole una mirada glacial.
- Lo lamento, es sin excepción- repitió como una grabadora.
- Avísele al señor gerente que estoy en la puerta y quiero hablar con él- luchaba por controlar su voz. El día anterior no había estado bien, esto era personal.
- Está en reunión con los directores, no lo puedo molestar.
- Entonces llame al encargado de turno.
- Está en reunión con los operarios, no lo puedo molestar.
- ¡Yo también soy empleada!¡Ábrame!- Le dijo aferrándose al alambrado tejido.
- Vuelva mañana, son órdenes. Yo avisaré que estuvo.
 Se paró el mundo por una fracción de segundos. El problema real era que rivalizaran por entrar en acción. Sus humores cambiantes eran conocidos, pero éste poder no era locura. Sintió las tensiones bajo la piel. Vió retroceder al hombre, se volvió pequeño mientras ingresaba temeroso a la cabina. Y el silencio de su interior la atemorizó aún más que exponerlos a plena luz. Si ninguno se atrevía a moverse, era porque estaba despertando aquel que duerme en lo más profundo. La transpiración se le enfrió.
- Me tengo que ir. Tengo que irme- repetía en voz baja. Un escalofrío la recorría de pies a cabeza. Logró direccionar sus pasos - Por favor, que no me cruce a nadie. Caminaré. Iré por el descampado. - Intentaba respirar profundo- Esto me calmará. Me calmará- miraba al suelo, la huella que abrían los pocos autos que se adentraban por allí, y algunos ciclistas, como los se acercaban.
- Hola mi amor…- le dijo uno de los dos hombres que vió venir- ¿Estás perdida?- Su tono era reconocible y altamente inadecuado.
- Si. ¡No, váyanse!- les gritó de frente.
- Estás nerviosa cielito- dijo el otro desmontando la bici para seguirla a un lado- No vamos a ser tan malos de dejarte sola por acá, ¿No Franco?- se dirigió al otro que se había puesto al otro costado y ya con media sonrisa le preguntaba- ¿Cómo te llamás?- mientras la tomaba del brazo.
 El contacto la paralizó, como el silencio antes de la tormenta. El ofuscamiento se disipó con un resoplido que le salió de las entrañas. El ardor en la boca, le sugirió que estaba a punto de vomitar fuego. Se le retorció la columna. De su espalda se desplegaron un par de membranas oscuras, y con sus robustos brazos estampó a ambos hombres contra el suelo. Si ellos sentían miedo, mayor era su cólera, y sin mediar pensamiento los engulló de un solo bocado.

 Sobrevoló el monte más cercano, pesada como quien come sin hambre, inflamó un círculo en su corazón y se echó a hacer la digestión.
 Tardó algunas horas en arrullar aquel reptiloide.  Se incorporó y cruzó los cardales. Esperó el micro. La garita sumida en la oscuridad era violentada por las luces de los autos que en breves rachas pasan por allí. La espera se extiendió.  Ella fijó su mirada en las estrellas y su nostalgia. ¿Moriría primero ella antes que su estela? La asaltó el infinito.

*Consigna: trabajo sobre la metamorfosis.

Ailín Galiñanes
Mutante

Sofocado por el dolor, intento moverme para presionar la herida, pero mi cuerpo se resiste y continúo quieto, en el mismo lugar. Escucho voces que discuten sin entender lo que dicen.
Alguien me arrastra por el cemento y la espalda me arde. De repente un golpe seco hace que todo se vuelva negro en un segundo. El calor cada vez más sofocante me ahoga. Lo único que escucho es el sonido de mi respiración.

Una luz brillante me quema los ojos, y el aire fresco que penetra en mi nariz me da tranquilidad. La vista comienza a fallarme, sólo veo manchas borrosas. ¿La niebla de Agratr?
Continúan arrastrándome, pero ahora se siente suave y frío, muy frío. El olor a desinfectante me revuelve el estómago. Me sueltan en un salón grande, vacío y con ventanales enormes. Distingo el techo de un azul intenso, y las baldosas color verde, igual que las torres de Agratr. Estoy en el Consejo Mundial.
Agotado, empiezo a quedarme dormido, pero un dolor intenso que me desgarra el hombro izquierdo me devuelve a la realidad. Lanzo un grito desesperado que no logra salir de mi boca. Quiero revolcarme por el piso helado, pero sigo estático. Mi respiración se vuelve tan acelerada que me van a explotar los pulmones. Se dilatan mis pupilas y puedo sentir los ojos ardientes. Todo mi cuerpo se vuelve fuego, ni siquiera el suelo helado me devuelve su efecto.
Los huesos, los músculos, la sangre, todo mi cuerpo entró en una lucha consigo mismo. Se mueven ellos, y yo estoy en la misma posición en la que me dejaron. El tajo en mi hombro comienza a arder y ya no soporto más el dolor.



En un instante todo se paraliza. Me recorre un frío que me estremece y se me eriza la piel. De la herida reciente comienzan a desprenderse segmentos de un material extraño, cada vez más y más grandes. Se pliegan unos con otros formando escamas, hasta cubrirme la mitad de la espalda. El dolor se calma y por fin puedo sentarme. Observo mi cuerpo desnudo por completo y en el reflejo de los ventanales la veo, fascinado, como un manto que recubre mi piel. Entonces me elevo sobre el suelo, el ala se abre inmensa y todo mi cuerpo se esfuma de repente.


*Consigna: trabajo sobre la metamorfosis.



Josefina Bodnar

Azules son los humores que navegan mis tuberías. Azul tornasolado hasta que la tormenta me atrapa. Ahí se vuelve todo negro, vacío, infame. Se desconecta el cableado de mi mente hasta que la furia sumerge mis uñas en rojo. El rojo me ahoga con su lengua, el rojo me saborea y luego me engulle. Ya no me pertenezco, soy el alimento procesado de esta surrealista circunstancia.
Aníbal cerró los ojos. Al fin desalojó los gusanos que le carcomían las vísceras. La prensa en su cerebro se relajó y pudo respirar.
Había pasado un año desde que se había transformado por primera vez. Esa noche, una parte de él se había carbonizado, un fuego se había encendido en su alma papirácea. La parte que había quedado tierna tenía los márgenes quemados. La parte calcinada fue colonizada por las ansias. Las ansias de retorcer, de quebrar, de desgarrar, de apretar, de succionar, de amar.
Si bien era algo inevitable, nunca lo había aceptado. Era una realidad recalcitrante. Miradas proximales y la vida que tiene que continuar en ambientes hostiles. Hostiles con los felices y complacientes, pero profundos y cremosos con él. Aníbal, intérprete de los árboles y de las bestias, paciente de la medicina imaginaria, la que no cura, la que te obliga a aceptar tus males.
No puedo desmembrarme. Las partes están disueltas en el lago de mi espina. ¿Y si las moléculas pudieran divorciarse de la ley química sustancial? ¿Qué colador podría separar las moléculas licántropas de mi sangre?
El hocico contra la ventana de la vida de los otros. Los otros, quienes dicen ser la mayoría, la mayoría normal, la mayoría feliz. Aunque desde pequeño le habían predicado que ellos eran especiales; más fuertes, más volubles, más versátiles, quiere ser de los otros. La ira le explota en ríos diamantinos.
¿Qué puedo hacer? Aullar hasta que no me queden lágrimas. Hacer llegar mis lamentos rocosos hasta la luna. La luna me comprende, escucha los rezos de los seres desde hace milenios.
Crecer es que tu pulpa se transforme en corteza- oyó de su madre.
Soy esclavo de los parásitos de mis músculos. Me obligan a sentir hambre, furia, desolación, y a nutrirme del dolor ajeno. ¿Quién querría esta maldición? ¿A quién se le ocurriría que somos especiales?
La savia que se mece en mis papilas me deja miel en la campanilla, miel espesa que me ahoga. Es un ahogo frágil, una apnea inevitable y transparente. Después del ahogo viene el vómito, un manantial de lejía. Con náuseas, parte se expulsa y parte queda en el buche para ser fermentado. Al fermentarse, el licor vuelve a su vientre como vida nueva, pero no renovada. La renovación vendrá después. Cuando el pájaro aleteé burbujas de caramelo.

Trabajo: Libre



Patricio Knight
El sendero

“…los intrincados arabescos de la elástica y gris vegetación venusina…”

¿Cómo pudieron saberlo? No les dije nada. No, en realidad no lo sé. No recuerdo nada a partir de cruzar la entrada del palacio de Gobierno hasta que desperté en el calabozo. Me lo quitaron, lo arrancaron de mi mente.

La visión de las enormes torres de ónice de la ciudad flotante, aquella que la raza de la niebla erigió como satélite de Venus. Ellos ejercían control sobre los domos en aquel planeta de sembradíos exóticos con árboles transneptunianos, que son manejados por los seres unidimensionales. Ellos son frágiles esclavos, pero parte imprescindible del ciclo de vida de los árboles.
Estuve fuera dos días terrestres, pero no sé cuanto tiempo mi mente contempló aquellas visiones. Varios años venusinos tal vez. Recuerdo lo eterno del día y lo perpetuo de la noche. Durante el alba, de plena parsimonia, el sol asoma por el Oeste y se mueve cansino hacia el este. Cuando el sol vuelve a salir al otro día, habrán pasado ciento diecisiete días en la Tierra. En poco menos de dos días venusinos, su nuevo año comienza.

El dispositivo. Tiene que ser el dispositivo. Deben tener uno. Uno como el que tenían los seres de la niebla. Me lo colocan en la cabeza, y siento cómo un enjambre de gusanos metálicos reptan por cada circunvolución de mi cerebro, vencido por una extravagante clase de dolor

Salí a caballo desde mi huerta en la noche temprana, y algunas farolas mortecinas herían la oscuridad del camino. Los vi luego de tomar una curva. Ellos no necesitaron hablar. Embridaron mis pensamientos y los condujeron hacia donde desearon. Descendí del caballo y me mostraron el sendero de Sardat. Me acerqué al umbral al que ellos me invitaban. Era un sendero de un azul refulgente, en el que cada paso me alejó millares de kilómetros de la Tierra. Unos momentos después pude ver los domos, enormes cúpulas translúcidas, bajo los cuales crecían árboles transplantados de zonas externas del sistema solar y los seres lineales que viven en ellos. Sobrevolé todo con la facilidad de mis pasos sobre la tierra.
La raza de niebla halló una enorme zona oscura en la Tierra, un embrión negro en un continente fulgurante. Y es por eso que estaban aquí. Luego de mostrarme el sendero y algunos secretos de su ciudad flotante de enormes columnas e ídolos de ónice, utilizaron su dispositivo para navegar dentro de mí. Me lo sacaron todo. De todas formas no me hubiera resistido a entregar toda la información.
De alguna forma los líderes del gobierno supieron que algo había ocurrido conmigo. Quizá alguien habló de mi desaparición de dos días.
Ahora no queda nada por hacer. Me encerraron. Tengo una nota. No sé quién la dejó a mi lado en el catre del calabozo. Dice que no estaré sobre esta tierra nunca más. Yo tan solo espero.

*Consigna: trabajo a partir de En el último reducto de  Eduardo Goligorsky



Desconocido
Judith Piermaria

Detrás del cañaveral están los juncos y las totoras. Senderos blandos y húmedos entre sombras de tacuaras rígidas hasta la orilla. Hay dos kilómetros para llegar al río. Ese río que se percibe sin dejarse ver. Esa proximidad sonora tan agradable en las noches de verano induce a imaginar un mar acunando el reflejo de la luna.

Muchas noches los gritos de los teros exhalados por el vaivén del viento me habían erizado la piel. Me había zambullido en la oscuridad como un animal atraído por inexplicables olores desafiantes. Había dilatado las pupilas y caminado con placer felino. Pero esa noche era diferente. Había una oscuridad ciega, como si un túnel lúgubre y gris fuera la única conexión con el río. Como si detrás del viento hubiese quietud.
En esa niebla gris y oscura que no me dejaba ver, se estaba gestando la lluvia. Las primeras gotas, como saliva de barro, impregnaron el aire oscuro y no pude detenerme porque me perseguía un miedo antiguo y primitivo. Detrás de esa pared gris, que nada dejaba ver, ya no había más refugio. La nada misma, todos los muertos esperando y la parálisis de cada deseo. Ensayé distintas motivaciones pero esa noche no hubo nada que me haga escapar del miedo. -Es el mismo río y la misma noche- me repetía racionalmente mientras un escalofrío hacía absurdo cualquier pensamiento. Sólo existía la huida desesperada y sin escapatoria. -El agua puede llevarme. -Las ramas, incluso las más altas, una u otra más lejana no podrán sostenerme y después no habrá nada- era lo único que podía pensar. El río asechaba en esa noche gris plomo, oculto entre el viento. Se había vuelto desconocido y la única certeza era que iba a morirme. Y no era eso lo terrible, peor era el miedo. Miedo como gritar –mamá- en la negra noche sin tener respuesta y saber que está lejos, lejísimo y no escucha. Miedo al viaje corto y eterno donde no sentía el frío. Miedo lo único que había y era aún más profundo que la oscuridad que me arrastraba.

*Consigna: Trabajo sobre el poder  transformador del agua


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